Friday, May 1, 2015

¿Te has reído últimamente?


Comer a diario una manzana es cosa sana. Y ¿qué tal «a diario una carcajada, una maravilla de vida»? ¿Te acuerdas siquiera de la última vez que disfrutaste de una carcajada de verdad? ¿De las que hacen que te duelan los músculos abdominales? ¿De las que hacen que se te salten las lágrimas? ¿De las que te hacen chillar? ¿Incluso hasta resoplar?

Para mí, muchas de las carcajadas que tengo van dirigidas en realidad hacía mí misma o hacia algo que he hecho, pensado o dicho. Solía contar la historia de un viaje que hice a Río de Janeiro en los años 90. El hotel donde me alojaba estaba perpendicular a la playa de Copacabana, y desde el balcón de mi habitación se veía de hecho la playa, así que allí me encontraba justo después de llegar del aeropuerto, haciendo fotos y respirando el aire de Río.

Mientras miraba aquí y allá, me di cuenta de que el edificio que había al otro lado de la calle enfrente del hotel era un bloque de apartamentos. Había un hombre en calzoncillos en uno de los balcones de mirándome, como haciéndome señas. Supongo que pensaba que quizá me parecía atractiva su barriga...

Lo miré con desdén y lo ignoré mientras hacía más fotos. El hombre siguió haciéndome señas, pero no parecía entender que a mí no me interesaba, ni siquiera me apetecía sonreír, saludar o admitir su presencia.

Esto continuó durante cuatro o cinco minutos, y al final pareció cansarse de mi falta de interés, así que volvió a entrar a su apartamento. Por otra parte yo, sumamente por encima de estas señales inútiles de alguien del vulgo, terminé tranquilamente de hacer mis fotos y me di la vuelta para volver a entrar en la habitación del hotel a través de las puertas francesas.

Estaban cerradas. Desde el interior. No podía volver a entrar en la habitación. Estaba en la sexta planta del hotel, en una calle ruidosa. Miré a todos lados pero me di cuenta de que, por mucho que gritara, jamás me oiría nadie en la calle. Miré con ansia al teléfono que había en la mesilla de noche, dentro de la habitación.

Apreté los dientes. No tenía más elección que abandonarme a la merced del Sr. Don Barrigón, al que había estado ignorando.

Miré hacia su balcón, al otro lado de la calle. No estaba. Seguí mirando fijamente. Era mi única esperanza. Yo tenía que volver a la habitación. Tenía citas, tenía que ducharme, cambiarme y prepararme para salir. Si no me rescataba él, podría quedarme allí hasta que viniera la camarera al día siguiente a hacer la habitación.

Volví a mirar enfrente. Seguía sin estar. ¿Qué haría yo si el hombre hubiera decidido vengarse de mi comportamiento mezquino? ¡Allí estaba! Acababa de salir al balcón. Me puse a dar saltos. Le hice señas con los brazos. Me sentí como una idiota total. Tenía que atraer su atención. Al final me vió. Le hice gestos. Le supliqué perdón con las manos. Hice la mímica de abrir la puerta y no poder entrar. Imité una llamada telefónica, haciendo gestos hacia él y hacia la entrada de mi hotel, a la altura de la calle.

Asintió. Se metió en su apartamento. Volvió a salir un siglo después. Hizo la V de victoria. Le di las gracias con las manos. Pasados varios minutos entró la gobernanta en mi habitación y abrió el balcón para que yo pudiera entrar.

Dije adiós con la mano al hombre en calzoncillos de enfrente y le di un beso volado.

Le he sacado muchísimo partido a esta historia. La mayoría de las veces que la cuento, me río tanto de mí misma y de la arrogancia que tenía aquel día, que cualquiera que la esté escuchando se ríe conmigo.

Tus carcajadas no tienen que estar todas dirigidas hacia ti, pero intenta tener una todos los días. Es genial para tu sistema inmune, tu presión sanguínea, tu aspecto, tu estado de ánimo. Además le da a tu cuerpo un masaje estupendo, y según los risoterapeutas es casi una de las mejores cosas que puedes hacer por ti.

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