La luna de miel
puede terminar meses, años o incluso décadas después del compromiso mutuo que
hicisteis. Y cuando lo hace, en general las parejas o matrimonios que
sobreviven habrán aprendido nuevas maneras de comunicarse que involucran el
alma de ambas partes; maneras que no necesariamente formaban parte del periodo
anterior de la relación.
Al principio,
muchas cosas son fáciles debido al componente de amor-química-necesidad que
está presente en esas etapas tempranas. Parece casi como si todo lo que os
decís el uno al otro estuviera lleno de magia. Pero cuando ya no estáis en esa
etapa, la necesidad de reconocer que, para que la relación prospere, se
requiere algo más que ese exquisito componente de amor-necesidad-química, se
vuelve imperativa.
Entonces, ¿qué
hacer?
Curiosamente,
aquí queda claro si ya has comenzado a trabajar en ti mismo; si ya has asumido
la tarea del crecimiento personal e interior, o crecimiento del alma. A quienes
lo han hecho puede que les parezca un trabajo más fácil tratar esta nueva forma
de comunicarse a través del alma. Si sólo una de las dos partes ha asumido esta
tarea, las cosas pueden complicarse bastante.
Si has aprendido a
tener límites sanos, a cuidarte y amarte a ti mismo, a no ser reactivo y, por
lo tanto, a autorregularte, ya de por si vas a estar comunicándote a otro nivel
con respecto a alguien que no lo haya hecho. Esto no consiste en inteligencia,
cultura o títulos académicos, sino en la calidad de la comunicación,
dado todo lo que implica la primera frase de este párrafo. Con calidad me
refiero a que el nivel de tu comunicación es diferente, incluso cuando se rebaja
a discusiones y malentendidos por culpa de límites malsanos y falta de autorregulación.
Si estás en esa
situación, el tú que ha estado recorriendo el camino del crecimiento interior
o del alma, reconoce la llamada energética negativa de ese tipo de comunicación
y, por lo tanto, encuentra una manera de moverse hasta un nivel más alto
energéticamente hablando. Como dijo Carl Gustav Jung, «Donde
reina el amor, no hay voluntad de poder; y donde la voluntad de poder es
primordial, falta amor».
Pero hay otro
elemento involucrado en esta nueva comunicación del alma que debe afianzarse después de la luna de miel, y
que incorpora a la receta palabras como misterio, profundidad y asombro.
La cualidad casi espiritual de esas palabras es precisamente lo que permite que
una relación pase de la luna de miel a convertirse en una comunión que Thomas
Moore, en su maravilloso libro Soul
Mates: Honoring the Mysteries of Love and Relationship (Compañeros con alma: Honrando los Misterios del Amor y las Relaciones),
llama «la irracionalidad del alma cuando una relación es profunda».
Dice Moore en su libro:
«Una parte esencial de hacerse casadero es ser un hacedor, una persona que
cultiva una vida de belleza, texturas ricas y trabajo creativo. Si entendemos
el matrimonio sólo como el compromiso mutuo entre dos individuos, entonces
pasamos por alto su alma; pero si vemos que también tiene que ver con la
familia, el vecindario y la comunidad en general, y con nuestro propio trabajo
y cultivo personal, entonces empezamos a vislumbrar el misterio que es
el matrimonio». Y más adelante afirma: «Toda relación
íntima requiere cierto grado de magia, porque la magia, no la razón ni la
voluntad, consigue lo que el alma necesita».
Así pues, de las
palabras de Moore podemos inferir que sin comunicación a este nivel del alma,
la relación puede perfectamente quedarse estéril de esa manera que termina
provocando que las partes se distancien porque ya no hay —o quizás nunca
hubo, salvo en ese periodo de luna de miel— ninguna magia ni misterio.
En sus Cartas
a un joven poeta, Rainer Maria Rilke escribe: «El objetivo del matrimonio
no es crear una rápida comunidad derribando todos los límites; por el
contrario, un buen matrimonio es aquel en el que cada parte nombra al otro como
el guardián de su soledad, y así se muestran mutuamente la mayor confianza posible.
La fusión de dos personas es una imposibilidad, y donde parece existir, es un arrinconamiento,
un consentimiento mutuo que priva a una parte, o a ambas, de su plena libertad
y desarrollo. Pero una vez que se acepta que incluso entre las personas más cercanas
existen distancias infinitas, puede crecer para ellas una maravillosa
convivencia, si logran amar la extensión entre ellas, lo que les da la
posibilidad de verse siempre el uno al otro como un todo y ante un cielo inmenso».
Esto deja claro
que el ser inseparables —como parece creer mucha gente que es necesario
para que una relación marche bien— es, de hecho, peligroso para la vida
de la relación y para el crecimiento —en particular, el crecimiento
del alma— de los dos miembros de la pareja.
Ursula Le Guin
escribió que «el amor no se queda ahí sentado, como una piedra; tiene que ser hecho,
como el pan; rehecho todo el tiempo, hecho nuevo».
Y este «hacer
nuevo» nos dice que el alma (como dice Moore) y el yo (como dice Rilke) deben
formar parte del amor y de la manera en que nos comunicamos con el ser amado,
incluso mientras vaciamos el lavaplatos o sacamos la basura. Cito de nuevo a Moore:
«Por extraño que parezca, una relación puede encontrar más su alma en la
atención a cosas como la manera en que comemos juntos o pintamos el techo de
nuestro dormitorio que en la introspección mutua. El alma no necesariamente se
nutre de lo que satisface a la mente».
Si nos ‘ocupamos’
de ello, el alma aparece inicialmente en la vida a través de las cosas más
banales, ya sea el modo de conocer a alguien que se vuelve importante para
nosotros, nuestro trabajo, ese pequeño (o gran) accidente, o ese inesperado golpecito
de suerte. Lo que surge entonces de eso y cómo lo desarrollamos es lo que se
convierte en los elementos necesarios del alma y en su crecimiento. Esta
materia prima con la que nos topamos en la vida --y puede ser verdaderamente a
diario-- es lo que los alquimistas llamaban prima materia. Jung escribió
sobre esto en sus Estudios Alquímicos: «La materia prima es, como puede
decirse tan acertadamente en inglés, “tantalizing”
(tentadora): es barata como la tierra y se puede tener en todas partes, sólo
que nadie la conoce; es tan vaga y evasiva como el lapislázuli que se va a
producir a partir de ella; tiene un «millar de nombres». Y lo peor es que sin
ella, la obra ni siquiera puede comenzar… Es la cosa más despreciada y
rechazada, «tirada a la calle», «arrojada en el estercolero», «encontrada en la
basura».
Pensamiento
budista sobre esta materia prima que «hace crecer» el alma, lo que a su
vez nos permite comunicarnos con él, indica, como escribe Pema Chödron: «Si
aprendemos a abrir nuestros corazones, cualquiera, incluida la gente que nos
vuelve locos, puede ser nuestro maestro». Y yo añadiría: al igual que los
acontecimientos de nuestras vidas. Siguiendo en la misma línea, tenemos el
título de uno de los libros del budista zen Thich Nhat Hanh: No Mud, No
Lotus (Sin barro, no crece el loto), que reitera el mismo punto.
Nuestra tarea,
entonces, es afinar y pulir la joya --el alma-- usando las materias primas que
nos son dadas, igual que los alquimistas hablaban de transformar el nigredo
o negrura en oro pasándolo a través del fuego alquímico.
Un último
pensamiento de Moore con el que me sentí muy identificada hace casi tres
décadas, cuando leí por primera vez sus libros al calor del sol maya en la
península de Yucatán: «En la paradoja final, si queremos encender los fuegos de
la intimidad, tenemos que honrar el alma del otro». Esto sólo puede ocurrir si
honramos también nuestra propia alma y si nos comunicamos desde esa base.
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