Todos deseamos que el mundo fuera un lugar
mejor. Todos miramos al constante bombardeo de tragedia y horror que nos sirven
con el desayuno en las pantallas de nuestros televisores. Vemos como la crisis económica nos desborda
de preocupación y estrés, cayendo en espiral en una recesión que ya ha sido
reconocida por los principales portavoces de los gobiernos como un hecho
consumado, dejando de ser algo que podría estar rondando el horizonte.
Oímos las cifras globales diarias de niños
que mueren de hambre, los millones de personas que mueren de SIDA o de malaria,
y vemos el continuo derramiento de sangre, limpieza étnica, terroristas
suicidas… la cosa no parece tener fin.
Apagamos las noticias asqueados, indignados,
destrozados, y sobre todo horrorizados porque parecemos tan inútiles para hacer
que las cosas cambien.
Pasamos a nuestras vidas diarias y de repente
afrontamos la banalidad de no ser menos
que el vecino; nos damos cuenta de que estamos tirando a la basura comida
en perfecto estado; nos damos cuenta de que nuestro SUV chupa gasolina; nos
damos cuenta de que nuestros hijos empiezan a mostrar un interés desmedido por
el consumismo; nos damos cuenta de que
nos gastamos más en una comida en un buen restaurante que lo que tienen
muchas personas para vivir un mes entero o más; afrontamos preocupados los
dictados en moda de esta temporada según una reluciente revista exageradamente
cara; y reconocemos que se está gestando una conciencia que no se siente bien,
una conciencia que nos dice que tenemos que hacer algo.
Así que, para calmar esa conciencia y
hacernos sentir mejor, enviamos un cheque a una organización caritativa, o
patrocinamos a un niño de un país en el que nuestro dinero vale cincuenta veces
más, o hacemos alguna actividad de voluntariado, o donamos un poco de nuestro
tiempo a un comedor social, y luego, para calmar más esa conciencia culpable,
nos damos una vuelta por las vidas de personas que escapan a nuestra propia
órbita, que viven en un extremo lejano del universo, viajan en jets privados y
yates de lujo y que están de vacaciones más tiempo del que trabajan, y que se
gastan 7000 € en un bolso o 250.000€ en un coche y veinte millones en una casa
nueva.
Volvamos a la premisa inicial: un mundo
fracasado, un mundo que necesita el cambio para volverse mejor…
¿Qué tal… si cambiaras tú? Empieza por ahí. Ese sería el ejemplo
que dar a aquellas personas cuyas vidas están en contacto contigo. Tarde o
temprano, ellos empezarán también sus propios procesos de cambio, y el efecto
dominó continuará y sus dimensiones crecerán en progresión geométrica. Es como
el marketing multinivel o las estafas piramidales, salvo que en este caso sí
que hay una olla de oro al final del
arcoíris.
Si todos aportamos nuestro grano de arena, si
todos trabajáramos en convertirnos en
seres humanos mejores, no sólo gastando más en caridad o dando más a la
Iglesia o reciclando o teniendo una mayor conciencia ecológica o trabajando más
en voluntariado o ayudando a recaudar más fondos para todavía más niños
enfermos y hambrientos, sino haciendo más
para trabajar realmente en nosotros mismos con el fin de que, como seres
humanos, reconozcamos que de verdad todos los que pisamos este planeta somos
uno… Todas las actividades indicadas están bien, pero simplemente no es suficiente, y nunca ha sido suficiente para cambiar sustancialmente el orden del
mundo. No podemos dejar que otro muera de hambre, por enfermedad o por
derramamiento de sangre, ni podemos permitir que los niños de países más allá
de nuestras fronteras crezcan sin educación. Si de verdad somos todos uno, tenemos que trabajar en todas las partes de
nosotros que no creen todo eso y que tal vez no quieran que sea verdad.
Tenemos que mirar todos muy dentro de
nosotros. Este mundo solo cambiará si todos empezamos ese cambio cambiándonos a
nosotros.
Como dijo Gandhi, «sé el cambio que quieres
ver en el mundo».
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